A los españoles les suele sorprender el hecho de que en Argentina haya crisis cada poco, que Maradona diga lo que dice y tengan que castigarlo en la FIFA, que haya tanta desnutrición en un país tan extenso, que haya tantos problemas en un país que dedica no pocos esfuerzos a dar la imagen de lo contrario. ¿Cómo es posible que los Menem, los Kirchner, los militares de la guerra sucia, y tantos otros sigan libres? ¿Por qué la gente no se cansa y fuerza un cambio en serio? La respuesta no es fácil, y no es única. Hay quien culpa al peronismo, otros dicen que se debe a la inmigración anarquista de principios del siglo XX, otros a los Estados Unidos, etc. Creo que todos tienen parte de responsabilidad. Pero hay un factor que casi nadie tiene en cuenta, y son los cómplices argentinos.
Hay algunos cómplices de la decadencia que son fácilmente identificables. Los gobernantes en general, con sus escándalos de corrupción y hasta asesinato, en general impunes. La "oligarquía", un concepto un tanto difuso que engloba a las grandes empresas argentinas, que han exprimido al Estado (o sea, a todos los argentinos) en cuanto han podido. Clarín con la licuación de su deuda en el corralito, los Macri con Correos Argentinos y demás, etc.
Hay otros cómplices muy famosos, los punteros. Aquellos que por dinero compran votos, compran DNIs, amenazan a quien necesitan, y hasta secuestran poblados enteros en Formosa, para que pueda ganar las elecciones el caudillo que les paga. Ya que estamos, también podemos hablar de complicidad en aquellos que venden su voto por unas zapatillas o un lavarropas. De estos últimos, la clase media (que se autodefine como inteligente), cree que lo hacen por pura ignorancia, repitiendo un poco el estereotipo del indígena que le cambiaba oro a Colón por cascabeles. Ni tanto ni tan poco, digo yo.
Pero en Argentina, al menos por ahora, la que decide el rumbo de las elecciones es la clase media. Los Kirchner, pese a todo el aparato que tienen, perdieron las últimas elecciones por no poder controlar el voto de esta clase media. Una clase media que se define a sí misma como víctima, una pobre gente explotada por el gobierno a la que no le queda otro remedio para sobrevivir que sumir a la clase baja en la pobreza y la discriminación. Es de estos cómplices que quiero escribir hoy.
¿Cómo llega una persona de clase media argentina a ser cómplice? La verdad es que no hace falta saber o callar nada, no hace falta tener negocios con Julio De Vido, sólo hace falta compartir ciertos valores, muy argentinos, que escudan y protegen a la corrupción que atraviesa a toda la sociedad. Son valores que hacen que, durante el gobierno de Menem, muchos lo consideraran un "vivo", por más que se estuviera robando el dinero del país, y empresas estatales que costó décadas de esfuerzo humano crear (pienso en los miles de kilómetros de líneas férreas abandonadas, por ejemplo).
Aquí está una prueba fácil para determinar si uno es cómplice. Si uno cree que Menem es un vivo, ya está. Aún así, si uno cree que Menem es un hdp, pero íntimamente sabe que, si pudiera estar en su sitio, haría exactamente lo mismo, también es un cómplice. Porque nuestros gobernantes son un reflejo nuestro, no están hechos de una fibra diferente.
Para nosotros, en general, es positivo ganar mucho dinero sin trabajar. Esto ya abre la puerta a la estafa y a la bajísima productividad de los empleados públicos y no públicos. Si sos un ñoqui, tus amigos te admirarán y envidiarán.
Es que nos encanta recibir sin dar nada a cambio. Nuestra fama en España, antes que de ser prepotentes y sabelotodos es la de ser unos aprovechadores. Demasiadas tías españolas cometieron la imprudencia se invitar por unos días a un sobrino argentino, para encontrarse después con un grandulón treintañero viviendo durante meses sin salir de delante de la tele salvo para comprar cigarrillos, su único gasto. Y para peor, nos creemos merecedores de tanta generosidad. Nos merecemos un dinero que no nos pertenece. No es extraño, entonces, que el funcionario que roba se crea con derecho también.
Para nosotros, es cosa de todos los días saltarnos la ley en cualquiera de sus formas (sea un semáforo en rojo, sea pagando en negro, sea no pagando el IVA, etc.). De ahí que tampoco nuestros presidentes respeten la ley, ni siquiera la Constitución.
Para nosotros, es cosa de todos los días mentir, ocultar, y mantener una ficción hipócrita por "buena educación". Por eso cuando descubrimos que nuestro presidente nos ha mentido una vez, ya no volvemos a creer en él.
Nosotros, los argentinos, no somos capaces de asumir responsabilidades por nuestros actos. Si nos garantizaran el anonimato, cometeríamos todos los delitos posibles. Somos adolescentes permanentes. Por eso nos parece razonable que la culpa de nuestros males siempre esté afuera (sea Estados Unidos, sea Chile, sea la masonería, sea la derecha liberal transocéanica). Seguramente las valijas de Antonini sean una pura ficción alimentada por grupos facciosos nacionales alentados por la señora Bush.
Somos conformistas. Tenemos aversión al cambio y a los problemas. Creemos que si no lo somos nos vamos a amargar la vida. Podemos pasarnos la vida haciendo viajes de cientos de kilómetros ida y vuelta a Buenos Aires, pero no reclamaremos un buen servicio de trenes, o la liberación del espacio aéreo a empresas de bajo costo, o simplemente que los trámites puedan ser hechos en nuestra propia ciudad. En política, creemos que más vale malo conocido que bueno por conocer, y en ocasiones votamos conscientemente al más corrupto de los que hay disponibles, simplemente porque ya sabemos qué esperarnos de él. Hacemos de la resignación casi una virtud. Vemos cómo se degradan nuestras ciudades, y lo aceptamos como si el destino ya hubiera tomado una decisión. Vivimos en nuestra sociedad como testigos, casi nunca participamos en ella, de hecho odiamos a los demás argentinos. De esta desunión entre nosotros, y de nuestra desidia, bien saben sacar provecho los más vivos.
Nos encanta el cortoplacismo. Mejor ganar mucho en poco tiempo, aunque sea insostenible, que tener una ganancia algo menor durante más tiempo. Quemamos nuestras fuentes de ingresos con este abuso. Y los políticos que hablan de proyectos de país nos aburren (si es que queda alguno), queremos la Revolución Productiva ya, queremos estar en el Primer Mundo mañana, o al menos queremos pagar el auto nuevo con moneditas aunque la deuda externa se multiplique día a día.
A nosotros, los argentinos, no nos enseñaron ninguna herramienta para poder separar la paja del trigo, salvo el método científico, y de pasada. Nos parece que si nos acusan de algo, con decir "vos también", ya hemos ganado la discusión. "Vos te robaste el dinero de los pasajes". "Sí, pero vos te robaste algo", este un esquema argumentativo básico. Otro es insultar al otro, o intentar silenciarlo diciendo no que sus argumentos sean buenos, sino que él no es quién para decirlos. "Decís eso porque sos puto", "vos no sabés nada", etc. Los argumentos siguen en pie, tranquilitos, pero el que insulta se queda satisfecho como si la inteligencia consistiera en escalar insultos lo más rápidamente posible. Por eso aceptamos que los políticos desvíen la pelota de la misma penosa manera, y hasta repetimos sus "hallazgos".
A nosotros nos gustaría ser vivos. El boludo es aquel que, por falta de talento o inteligencia, pierde. El vivo es aquel que, por astucia y trucos, jode al boludo. Es esta ambigüedad (queremos ser vivos, pero siempre hay uno más vivo que nosotros), que hace que sintamos por nuestros líderes una mezcla de resentimiento y envidia. A veces, cuando ya somos demasiado boludos, podemos ponernos el título de víctimas, y rescatar así un poco de nuestro orgullo. Pero esta dinámica, este prejuicio de que una sociedad es una estructura jerárquica donde los vivos suben, hace precisamente que todo tipo de estafadores y corruptos sean los que asciendan. Si no nos pareciera inevitable, tal vez lo evitaríamos.
A nosotros nos gustan las cosas simples. Somos inteligentes y punto. Somos lo mejor, y punto. Somos lo peor, y punto. Nuestras mujeres son las más lindas. El que se queja es un puto. Son todos fachas (menos uno mismo). Son todos boludos (menos uno mismo). La vida, sin embargo, se escapa por los matices. Pero nuestra pasión, nuestra obsesión por la simplicidad, convierte a quienes están por encima nuestro en Dios o en el Diablo. Un fanatismo se opone al otro.
A nosotros nos gusta que hagan las cosas por nosotros. Nos encanta ser salvados. De ahí nuestra pasión por el asistencialismo, por sobrecargar al Estado de potestades, por votar a quien se parezca más a nuestra idea de un Jesucristo personal. Por eso votamos a quienes nos da zapatillas, o a los amigos de quien nos protege del mundo hostil del desempleo. Por eso nos gusta ser católicos. La figura del salvador se corresponde a nuestra incapacidad para asumir la responsabilidad de nuestras vidas. Queremos nuestro Berlusconi, y cada tanto lo tenemos.
Nos gusta insultarnos, es una muestra de confianza. Por eso es normal que los políticos se insulten.
Nos gusta tener miedo, nos hace sentir adrenalina, sin ella ya no podemos vivir. Por eso nos encantan los complots y las amenazas de golpe de estado con las que nos atemorizan casi todos los días desde el gobierno.
Nos gusta dividir el mundo en centro y periferia. Por eso nuestras ciudades están casi vacías de actividad, salvo en su centro. Por eso casi todas las líneas de colectivo de Mar del Plata pasan por el centro. Por eso aceptamos la existencia del inmenso cáncer que representa Buenos Aires, que produce poco pero consume los recursos de todo un país. Por eso no nos extraña que nuestros diputados y senadores no nos representen a nosotros, sino al gobierno central. Por eso pierden tantos votos los partidos locales en las elecciones municipales. Nos gusta la jerarquía. No nos gustan las cosas complejas. Por eso somos unitarios, no federales.
Tampoco nos gusta debatir. Insultar e imponer sí. Mandar a callar también. Pero debatir nos da miedo, porque no sabemos. Podemos amenazar, atacar la sexualidad del otro, forzarlo a hacer algo que es claramente una estupidez. Pero jamás atacaremos un argumento de frente. Eso implicaría la posibilidad de perder, y nuestro orgullo nos impide arriesgarnos a semejante cosa. Es mejor recorrer otros caminos, que le dan a uno psicológicamente la razón, aunque en realidad le impidan tenerla. Por eso nuestros gobiernos tienden a ser autocráticos, y nuestro Congreso nunca debate nada en serio: todas las posiciones ya están fijas de antemano, los largos monólogos son sólo un pequeño acto de onanismo, y la democracia se vuelve imposible.
Somos de derechas. Para qué mentir. No nos gustan los cambios, podríamos tener que empezar a trabajar en serio, o perder lo poco que tenemos. Por eso todos nuestros gobiernos son de derechas, en el sentido de que defienden el orden establecido. Los Kirchner no han cambiado la sociedad, ni han querido. Meten a algunos militares claramente culpables en la cárcel, se saludan con el populista Chávez, y ya todos nos creemos que son el Che Guevara en calzoncillos. No lo son. El cambio que necesita argentina no es un 6% del PBI. Cerrar las heridas de la década del 70 está perfecto, claro que sí, ya era hora de un poco de justicia. Pero ningún gobierno que no logra bajar los niveles de pobreza y desigualdad puede llamarse con honestidad de izquierdas. Pero claro, una cosa es lo que dicen y otra lo que hacen. Son hipócritas, como nosotros.
Es que nos encanta mantener una imagen, aunque por detrás todo se esté cayendo a pedazos. Nos gusta parecer ricos, atractivos y simpáticos, aunque por detrás nos hayamos gastado cinco sueldos en un celular, nos hayan salido hongos por la cama solar y nos encante hablar mal de todo el mundo. Por eso, lo único que pedimos a nuestros gobernantes y a los emigrados, es que hagan lo que hagan, den buena imagen. Mucha gente cree que el gobierno de los K es el más corrupto de la historia, pero no pasa nada mientras no se sepa afuera. Puede que en consulado argentino sea una tomadura de pelo, pero por favor, que ningún emigrado escriba sobre eso. Tal vez vivir en la sociedad argentina sea insoportable, pero por favor, bajo ningún concepto, que nadie escriba este post. Esta obsesión por la imagen está haciendo que los magníficos edificios (en sentido metafórico) que la Argentina construyó en el pasado sean ruinas hoy día, como pasa con el arte, la música, la educación, la sanidad, la Constitución, etc., pero nadie hace nada mientras nadie de afuera vea las grietas en la cáscara. Tengo una mala noticia: después del corralito, el mundo entero conoce las grietas de la Argentina. En España hay una docena de programas al año sobre los trapitos sucios argentinos. Ya se sabe que mueren niños de hambre por todos lados. Se sabe lo que es el paco. Se saben muchas cosas (otra cosa es que se entiendan). Por favor, ya es hora de dejar tanta fachada y construir un país en serio, que enorgullezca en serio.
Es por nuestros valores (y también por nuestros actos) que la mayoría de argentinos somos cómplices. Como dije al principio, no es tan simple como decir que la culpa de todo la tiene esto, ni mucho menos. Otros han ayudado, han destruido donde no les dejaban minar. Pero también es cierto que otros países también han sufrido a esos otros, como Australia, Chile, Brasil, España, etc., y sin embargo están saliendo adelante, o ya han salido adelante, mucho mejor que la Argentina. La corrupción no desaparecerá mientras seamos tan corruptos como quienes nos gobiernan. O mientras su corrupción nos parezca divertida, necesaria, o envidiable. Mientras aceptemos la corrupción del kioskero que no nos da el ticket para no pagar el IVA, o el del docente que no da clases pero cobra, o del compañero de trabajo que se roba algo de la empresa. Mientras no tomemos parte, y, aunque sea a la distancia, hagamos algo, aunque sea una voz en el vacío, que ayude a cambiar las cosas, o al menos intente llamar la atención sobre ciertos problemas que a otros, ya acostumbrados, no les llama la atención. O al menos, mientras riamos cuando alguien nos cuenta la hazaña de cómo jodió a otro.
La corrupción está, para mí, en todos los estratos sociales de la Argentina, y al estar tan al alcance nos hace comprender y tolerar la corrupción de otros. Quién no tiene un trapito sucio que ocultar. Pero ya va siendo hora, a pocos días del Bicentenario, de madurar un poquito y mirar el problema de frente. No me importa si la culpa la tienen los italianos que bajaron del barco, o los "traidores" como yo que escriben y reciben amenazas desde España. Sólo me gustaría ver un cambio en Argentina, por la gente que vive allí y que aprecio, y que tiene que vivir día a día a la defensiva, frente a la horda de pequeños estafadores y ladrones que pueblan las instituciones, los comercios y las calles de nuestro país.
Yo les juro que lo intento. Devuelvo billeteras, con dinero dentro, que encuentro tiradas en el aeropuerto, intento cambiar algo escribiendo en este blog, no estafo a nadie, no pido favores que luego no devolveré, no me quedo con el dinero de nadie. Si por eso pensás que soy un boludo, por eso mismo sos otro cómplice.